Vacaciones, cumpleaños, locales cerrados e Il Duomo dei Sapori

Los cumpleaños a veces pueden convertirse en un problema, sobre todo si no es el tuyo y te toca inventar algo muy cool para el agasajado. A esto vamos a agregarle una pizca de vacaciones y dos tazas de turismo nacional, mezcle hasta obtener una Colonia Tovar atestada de gente, unos restaurantes cerrados y uno que otro local lleno de niños.

Lo que podía ser un problema manejable, rápidamente se transforma en un tifón de respuestas negativas. Así comienza esta historia de penurias con final feliz.

Sábado en la mañana, comienza la incansable búsqueda de «un sitio bien de pinga, que no conozca el homenajeado, que se coma rico, con un ambiente súper agradable, con atención de primera y que no sea tan caro». Utópico. Me bajo de la nube e intento buscar algo que al menos cumpla con dos de las características antes descritas.

Inicio la labor detectivesca llamando a Casa Pakea. «Tu, tu, tu, Casa Pakea estará de vacaciones desde el 28 de agosto hasta el 10 de octubre». Me quedo un rato con el teléfono en la mano y llamo una segunda vez para comprobar que lo que escuché no es un chiste. Y no, no es un chiste. Comienzo a reflexionar sobre la flojera del venezolano, las largas vacaciones, la sostenibilidad de ciertos negocios.

Me empeño en buscar algo alejado del tumulto citadino y acto seguido llamo a Le Galipanier. «Tu, tu, tu, Le Galipanier ha cerrado sus puertas y ahora los esperamos en jkasfc bistró en Los Galpones». ¿Qué? No comprendo, sigo con el teléfono en la mano y googleo ‘bistró los galpones’, para descubrir que jkasfc bistró = hache bistró. Tranco el teléfono con un dejo de arrechera.

Descartado el destino Galipán me inclino a un Hatillazo. Recuerdo el día que fui a la Trattoria Al Tata y me cerraron la puerta en la cara por un tema de horario incomprensible. Lo pienso varias veces, veo la hora y las cuentas me dan. Nuevamente, tomo el teléfono «Tu, tu, tu, Trattoria Al Tata estará de vacaciones des…» Un no me jodas claro y fuerte es lo único que viene a mi mente. Sentí que el karma de todas mis generaciones me estaba cayendo encima.

Empiezo una búsqueda desesperada en Google. De repente se cuela un resultado con miras a tener éxito. Il Duomo dei Sapori, atendido por el chef Tony Maldonado, pagos solo en efectivo, se requiere reservación. Hmmm, esto se proyecta. Tomo el teléfono por cuarta vez.

Línea telefónica: tu, tu, tu
Tony Maldonado: si buenas
Yo: buenas, estoy llamando para dos cosas, la primera es que quiero hacer una reservación, la segunda es para ver si los pagos son sólo en efectivo
Tony Maldonado: los pagos pueden ser en transferencia, cheque o efectivo
Yo interno: plomo
Yo: perfecto, quisiera hacer una reservación para dos personas
Tony: excelente, a nombre de quién y a qué hora
Yo: a las 4 de la tarde a nombre de Fabiana Di Polo
Tony: sei italiana?
Yo interno: coño que no se vaya a lanzar una tertulia en italiano
Yo: si
Tony: perfecto, los esperamos a las 4. Sabes llegar?
Yo: no, ni idea
Tony: sabes dónde queda el dispensario?
Yo interno: ni idea
Yo: si
Tony: ok, cerca hay unas barras, un teléfono público, un rayado -hubo cierta interferencia y eso es lo que recuerdo-, te paras en esa calle y luego te vas caminando hasta la casa 22. El restaurante es la casa de al lado, llámame cuando llegues para abrirte.
Yo interno: ¿?
Yo: ok

A las 3, con cumpleañero en mano, me lanzo a El Hatillo a buscar aquella dirección incomprensible para mi, pero con una seguridad digna de envidia. Tras un par de vueltas veo el teléfono público, el rayado, las barras. Paro el carro y, entaconada, emprendo la subidita hasta la casa 22. Al lado, en una reja color naranja, nos espera… Ni idea de qué nos espera. Toco la puerta, llamo por teléfono y a los 5 minutos un señor ¿gocho? nos abre la puerta. Amablemente nos conduce a la cocina de la casa.

Dos mesas, una de ocho personas, otra de cuatro; la puerta del baño; la cocina. Nos sentamos en la de ocho, aunque somos dos, pero es que la mesa está puesta, tal como si fueras a comer en tu casa. El ¿gocho? nos pregunta qué vamos a tomar y nos da el menú. A lo margariteño, pedimos dos cervezas. El ¿gocho? nos mira un tanto sorprendidos y nos dice que solo hay vino y que hay que pedirlo por botella. Me veo completamente borracha y en tacones saliendo del recinto y respondo: «oye, ¿pero no lo hay por copa?». El ¿gocho? nos responde que no. Pedimos agua y coca cola light.

De pronto aparece Tony Maldonado. Me impresiono, esperaba a un carajo más parecido a Mario Bros y me consigo con una cara más parecida a El Conde del Guácharo. Simpatiquísimo, nos echa el cuento de su paso por Italia, vemos los títulos pegados en una pared. Le agarro confianza. Se lanza una cháchara en italiano con el cumpleañero y nos comenta que el menú se cambia cada quince días. Nos brinda un vino tinto que puede vender por copa. Somos felices.

El menú tiene pocas opciones pero bien concebidas. Entrada, primer plato, segundo plato y postre. Pedimos de todo, excepto el primer plato, es pasta y no queremos salir en ambulancia por sobrealimentación. Nos traen un pan casero espectacular con berenjenas picaditas, aceite de oliva y parmesano y una especie de pico de gallo con alcaparras. Pedimos minestra con camarones, filete de curvina con camarones y lentejas, lomito al grill con vegetales y arroz jazmín, tiramisú para concluir con el paladar endulzado. Todo está divinamente preparado. El lomito más cocido de lo normal, pero se lo paso porque la atención y el resto de los platos han estado a la altura.

Momento de pagar. La cuenta es un poco alta, pero recuerdo todo lo que pedimos y el servicio que nos brindaron y me parece que tampoco es tanto. Saco mi chequera, pues no hay punto de venta. Tony agarra el cheque, lo mete debajo de unos ¿libros? en un estante y me dice que lo cobrará el lunes. Hablamos un poco más con Tony, nos parece un tipo súper agradable. Dejamos la propina y el ¿gocho? nos dirige a la salida.

Estamos full, pero contentos. Comimos divino y nos atendieron esmeradamente. Nos miramos con cara de extrañeza. Twilight Zone es una metáfora que podríamos usar para definir la experiencia. Tan rara como buena.

Me siento a escribir esta reseña después de haber recibido un mensaje de mi banco, notificando el cobro del cheque. Me siento bien. Marco en el calendario, quince días después, la próxima fecha en la que iré al Duomo dei Sapori a probar los nuevos platos.

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La matemática de Le Coq D’or

Estafada, perturbada, burlada, son palabras que describen el sentimiento que ciertos eventos/situaciones/objetos pueden causar en cualquier persona, sobre todo si ésta tiene cierto conocimiento matemático y espacial. Olvídense de la NASA, estoy hablando del ciudadano promedio de este país, relativamente acostumbrado a eventos/situaciones/objetos asombrosos.

En el colegio, la universidad, el liceo o cualquier recinto educativo que se respete (que imparta clases de matemática), a los aprendices se les explica que x es inversamente proporcional y si, a medida que crece x decrece, en consecuencia, y. Es importante que se entienda esta propiedad pues ella explica lo que me ha venido pasando, con más frecuencia de la deseada, en Le Coq D’or.

Como yo soy bien pegada, me empeño en pedir, casi siempre, los mismos platos. Eso me da cierto «poder» histórico y analítico, de forma que puedo llevar tracking completo de la evolución -o involución en este caso- de los platos en cuestión. El registro incluye material fotográfico de comprobada veracidad.

El bendito problemita de Le Coq D’or es que, o aumentaron el tamaño de los platos, o redujeron considerablemente el tamaño de la porción. En particular, he venido llevando un registro exhaustivo sobre «el lomito tres salsas» (que ya no aparece en el menú, pero igual lo sirven).

Por allá por el año 2013, el plato consistía de tres poderosos medallones de lomito bañados en salsa bernesa, salsa de mostaza antigua y salsa de oporto. El precio en aquel año pudo haber sido de unos 250 Bs.

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Actualmente, da la impresión de que uno fue a Le Coq D’or a comer plato. El color blanco se apoderó del suculento manjar y no precisamente porque ahora sirvan lomito albino. Las dimensiones de los tres medallones no son capaces de llenar aquella llanura de cerámica, porcelana o cualquiera sea el material usado en la vajilla. Ahí es donde uno ve el plato y dice: «esto es un error de la matriz».

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El problema se complica cuando además te tratan de cobrar la módica suma de 600 Bs. por aquellos canapés. En este punto, retomamos lo que aprendimos en el recinto escolar y entendemos finalmente lo que significa «inversamente proporcional». Aquí la cosa es matemática simple y se dice así: A mayor precio, menos medallón y más metra.

Es cierto que la economía en este país -si existe tal cosa como esa- es paupérrima, pero cónfiro (por no decir coño) a mi no me invitaron a un matrimonio a comer pasapalos. Más respeto a los comensales, ar favor.

El Café del Establo – lo que la escasez se llevó

Hay una palabrita nefasta que ha venido convulsionado la cotidianidad del venezolano desde hace unos cuantos años. Es el mantra que se repite en cada supermercado, taller, casa, librería, bodega, farmacia, abasto, peluquería, ferretería y todo lo que termine en «ría». La desgraciada se conoce en los bajos fondos de la RAE como «escasez».

Como una enfermedad maligna, se ha ido metiendo sin prisa pero sin pausa en todos los ámbitos: material, espiritual, social. Si, y es que aquí no solo faltan la leche y la harina pan, también tenemos una fuerte escasez de educación, principios y valores. Sin embargo, la finalidad de este post no es deprimirlos ni recordar lo dañada que está nuestra sociedad, pero es menester quejarme y echarles un cuento de hambre en tiempos de escasez.

Por allá, por el año 2010, conocí El café del establo, un sitio que siempre tuve en mi TOP 5 de restaurantes (‘es mi lugar favorito pero voy a engordar demasiado’). En mi escala de clasificación, esos son los mejores. Son los restaurantes que siempre recuerdas pero casi nunca vas. Aquellos que le recomiendas a todo el mundo pero que tú llevas siglos sin ir, de vaina (no conseguí un buen sinónimo, me pareció demasiado nulo usar ‘carambola’, ‘broma’ o ‘chiripa’) sabes que aún existen (a veces ni siquiera sabes eso).

Y de repente llega un día súper x en el que, tratando de impresionar, llevas a alguien a comer a ese ‘lugar favorito’. Uno se la tira de gourmet, recomendando los platos que comiste hace casi un lustro. Uno si es inocente. Porque el problema es que uno jura que todo está igualito (como el cuartico de Panchito Riset). Sí, uno se hace la balurda ilusión de que la escasez y esas pistoladas no afectan a los restaurantes, como si quedaran en Suiza.

El problema de El café del establo es que la escasez los golpeó por varios flancos, pues hasta les quitó a los mesoneros la capacidad de comunicarse con los comensales. Como yo era una ‘experta’ en las especialidades del mentado establecimiento, no di mucho chance para ver el menú. Era obvio que teníamos que pedir el fondue de queso criollo y el plato de degustación mantuana.

El fondue de queso criollo está hecho a base de queso de mano, telita, llanero y guayanés; acompañado de arepitas fritas, cachapitas y mini bolitas de plátano . Si haces a un lado la imagen del montón de triglicéridos y colesterol viajando por tus arterias, aquello es mundial, es el cheat meal de tres sábados consecutivos (Dios no quiera que Sascha Fitness lea esto). Para muestra, una foto.

Fondue de queso - Café del establo

Antes de hablar del plato de degustación mantuana, considero relevante comentar que yo soñaba día y noche con este plato. Cuando hacía dieta, los antiguos espíritus del mal se apoderaban de mi cuerpo decadente, enviando mensajes oscuros con imágenes de los bollos pelones que componían esta degustación. Al ir al gimnasio -aquella época remota-, mi mente dibujaba ruedas de asado negro con arroz. No hubo un solo individuo conocido que dejase de escuchar lo maravillosa que era la polvorosa de pollo.

Dicho esto, procedo a explicar lo que en el 2010 era un plato de degustación mantuana en El café del establo: polvorosa de pollo, pastel de chucho, asado negro con arroz, chips de batata y 3 bollos pelones (cazón, pollo y carne). Todo en un solo plato. Importante destacar que los bollos pelones eran a base de plátano con un espectacular ‘tolete’ (porque pedazo se queda corto) de queso de mano como corona.

Año 2014. Escasez de harina pan, aceite, queso, papel toilette, educación, entre otros. La mesonera toma el pedido y sin decir ni ‘ñe’ se marcha. 15 minutos más tarde aparece el fondue. Cool, todo bien, llegaron las arepas, las cachapitas, las bolitas de plátano, todo estaba allí. Pasaron 5 minutos más y apareció un plato de dudosa reputación. Yo, arrecha (porque decir que estaba molesta no le haría justicia a mi estado de ánimo), vi a la mesonera con cara de ‘mijita… cómo te explico’. A lo que la susodicha respondió con un ‘ah, se me olvidó decirle que no hay bollos pelones y se lo reemplazamos por una mini cachapa’.

Yo, me reseteé. Se me formateó el disco duro. Hasta el día de hoy no he conseguido el insulto apropiado ni la grosería que relajaría mis músculos faciales ¿Mini cachapa dura y fría = 3 bollos pelones con tolete de queso? ¿En dónde le enseñaron a esta gente matemáticas? Por otra parte, si pudieron hacer el fondue de QUESO, si fueron capaces de  FREIR el arsenal de arepas, si lograron hacer bolitas de PLÁTANO, ¿cuál fue el ingrediente que faltó? ¿qué fue lo que la escasez se llevó?

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Yo no soy la misma desde aquel día. Aquel plato recordado con la emoción de un niño en navidad, se convirtió en mi peor pesadilla. Todo estaba frío. La RUEDA de asado se convirtió en una hilacha similar a unas sobras de carne mechada. Los chips de batata eran un arma blanca, no apta para personas con problemas dentales o planchas. Y la cachapa, ay la cachapa, era el peor insulto a cualquier alimento que se pueda preparar a base de maíz.

Perversa escasez, te llevaste mis bollos pelones, la mitad de mi asado negro, el calor de mi polvorosa de pollo, el crujir de mis chips de batata y el poder de comunicación de la mesonera que me atendió. Agradezco devolución inmediata.

 

TO DO: Comer en el Palms ☑ -historia de un recordatorio-

En esta ciudad (Caracas), una cantidad importante de locales cierran antes de que te hayas enterado de su fantasmagórica existencia. Hay otros cuyo nombre escuchaste pero que nunca tuviste la oportunidad, los reales o las ganas de visitar. También están aquellos que conociste pero que pasaron a mejor vida justo cuando les estabas agarrando cariño -caso L’Osteria, convertido en un Sport Bar Family Book Center-.

Finalmente, tenemos a los restaurantes que siempre estuvieron en tu lista de to do’s pero creíste que nunca llegarías a conocer. Para hacer la historia corta -Dios, nunca puedo hacer una historia corta-, el Palms entraría en este último grupo.

Hace sopotocientos millones de años escuché que Helena Ibarra estaba a cargo del restaurante Palms del Hotel Altamira Suites. Desde ese momento anoté en mi bloc de notas Caribe -olvídense de Moleskine, esa vaina no existía-: «Comer en el Palms». Con el pasar del tiempo, el bloc fue víctima de rayones, manchas de café, quemaduras de cigarro y un sinfín de abusos, hasta que finalmente terminó en la basura y con él la lista de to do’s.

Recordatorio perdido, tarea olvidada.

Fue alrededor de agosto de 2013 cuando, dando vueltas por Altamira, el aviso medio luminoso del Hotel Altamira Suites me hizo recordar el bloc Caribe y el desvencijado item «Comer en el Palms». 

La posibilidad de poner un check sobre la tarea me produjo un trastorno obsesivo-compulsivo y no pude pensar en otra cosa que no fuera entrar y finalmente tachar, al tan mentado establecimiento, de mi lista -aunque esta ya no existiera físicamente-.

Y así fue como terminé sentada en la terraza del Palms, al lado de la piscina y con un educado -pero no muy ducho- mesonero, preguntándome qué quería tomar. Me encantaría decir que me tomé una copa de vino o un campari con soda o cualquier cosa menos universitaria, pero la verdad es que me caí a cervezas. Lo siento. Hacía calor.

Con el menú en la mano, lo primero que noté es que los nombres de los platos eran tan originales como cursis. Demasiada creatividad para mi gusto. De entrada pedimos unas empanadas de cazón, que ni en Cumaná y sus alrededores podrían hacerlas tan bien -me disculpan los cumaneses-. Doraditas, crujientes, con la cantidad exacta de relleno y el grosor perfecto. De revista. Las empanaditas vinieron acompañadas de tequeños rellenos de queso de cabra con sirope de papelón y unos topochos con ceviche de róbalo y salsa de cilantro. IMG_3246 IMG_3250 Después de sentir en vida la gloria divina, podía haberme ido sin patalear. Aún así -y full-, esperé con cierta ansiedad lo que venía. El hombrecillo educado se presentó con una combinación de punta y solomo con hilos de papa y un churrasco de mero con calamares, adornado con florecitas, hojitas y cositas varias. Suena tan cursi como el menú, pero la verdad es que la decoración del plato me pareció genial. IMG_3259 IMG_3255 Quise guardar espacio para el postre, pero muy a mi pesar no lo encontré. Esto es un tanto contradictorio pues he leído muchísimas reseñas quejándose del tamaño de las raciones. No sé si con el pasar de los años modificaron las cantidades o si la queja se debe a que a la gente le encanta meterse una Festal®-papa. A mi me pareció el sabor perfecto en el tamaño adecuado. Cabe destacar que después de esta vez he seguido visitando el lugar con los mismos resultados, por lo demás, satisfactorios.

Al igual que el tema de las raciones, he visto infinidad de comentarios con respecto a los altos precios. Y no es del todo falso, pero como no estás comiendo hamburguesita con queso y papas fritas, obviamente no encontrarás precios de McDonald’s -que ya no es tan barato-. Es más, hoy en día, cualquier taguara de esta ciudad llega a tener platos, de dudosa calidad, con precios más altos que el Palms.

Mi recomendación, buscar el chance, las ganas y los reales para que este sitio no se convierta en uno de esos restaurantes cuyo nombre escuchaste pero nunca visitaste.

Palms queda en la 1ra Av. con 1ra Transversal de Los Palos Grandes en la Planta Baja del Hotel Altamira Suites.

La peor primera vez se la tira de -la pequeña- suiza

No son muchas las opciones de comida Suiza en este país (Venezuela). Aquí lo que abunda son restaurantes italianos, españoles, chino – tropicalizado y japonés – tropicalizado. Cabe destacar que comer fondue (uno de los pocos platos que se sirven en estos restaurantes) no es precisamente popular entre los venezolanos e imagino las razones. La vaina es más un show de esgrima que una experiencia gastronómica. Para colmo, siempre hay un pendejo en la mesa que se empeña en agarrar tu pedazo de carne que, por lo general, es más grande que el de él.

Es menester mencionar que el fondue, particularmente el de carne, es un plato de precio elevado que, por lo demás, no cubre la demanda de estómagos con cierto metraje cuadrado. Lo anterior es interesante analizarlo tomando en consideración que usted se cocina su propia comida.

A pesar de las razones expuestas, el fondue – de queso, carne o chocolate- es uno de mis platos favoritos. Dicho esto, considero que no requiere mayor explicación mi -atropellada- visita al restaurante La Pequeña Suiza en El Hatillo.

El sitio lo descubrí gracias a que la Trattoria al Tatta, la cual no conozco, tiene un horario parecido al de la casa de mi abuela: se almuerza a las 12 y se cena a las 7, punto. En fin, después de haber parado el carro en el puesto que más nunca en la vida conseguiré -justo frente a la trattoria- resultó que el sitio en cuestión estaba cerrado. Ya en El Hatillo, a uno no le queda más opción que resolverse en las inmediaciones del mentado pueblo. Así fue como llegué a la Pequeña Suiza.

Al entrar, sentí que estaba llegando a la Colonia Tovar pero zombie. Nadie salió a atendernos. Al rato, una señora salió del baño y nos indicó que teníamos que subir las escaleras. El sitio se veía interesante, en particular la terraza, la cual estaba hasta las metras. Decidimos sentarnos en una mesa en el interior del local, cuando apareció de la nada el ser vivo -si es que eso está vivo- menos educado del planeta diciendo «no puede sentarse ahí». Ante mi cara de asombro solo articuló «esa mesa es pa’ 6».

Un poco confundidos, nos invitaron/mandaron a sentarnos en una mesa, obviamente, al lado del baño. Necia, como siempre, dije «yo ni de vaina me siento en esa mesa, vámonos». Pronunciadas estas palabras, otro mesonero un poco más cordial, entró en pánico y nos invitó a sentarnos en un mesa un poco más agradable y accedimos. El primer error de una serie de errores.

El segundo error fue la elección de los platos. De entrada pedimos un tartar de salmón -nada más a nosotros se nos ocurre pedir un tartar de salmón aquí-. Cuando «aquello» llegó a la mesa tuve ganas de llorar, un corazón -literal- de queso crema envuelto en unas láminas de salmón con topping de champiñones. «¿de verdad? ¿topping de champiñones? El CDTM»

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Luego vino la guinda de la torta, el error que pagaré de por vida en el infierno, en vez de pedir fondue pedimos La Potance de lomito. Recordé tanto aquella vez que fui al Centro Uruguayo y pedí pollo. Uno no aprende.

El segundo plato fue una sucesión de infortunios que se desarrolló más o menos así: trajeron el plato equivocado, luego el correcto pero frío, luego el equivocado pero caliente. Nadie en el mundo pudo haber hecho este trabajo tan bien. ¿3 veces? ¿te equivocaste 3 veces? En el mundo no deberían existir sitios así, el impacto que tienen en la sociedad es FULMINANTE.

Terminé la «velada» poseída por el espíritu de Mickey Knox. Pagar fue como premiar aquel desastre. A decir verdad, debieron pagarnos a nosotros por las torturas a las que fuimos sometidos. 

Si tuviera que escoger la peor primera vez, esta, sin duda, se llevaría todos los galardones.

Carta de amor a un pescado bien cocido

No logro recordar cuando me empezó a gustar el pescado, creo que fue en el mismo momento en que me empezaron a gustar los garbanzos y los vegetales. Es más, es muy probable que todo haya comenzado en uno de esos arranques de dieta. Y tiene que haber sido así, porque a mi aquello de pedir pescado en un restaurante siempre me pareció nulísimo.

Aún hoy, a pesar de todo el amor que le tengo a estos vertebrados acuáticos, sigue siendo nulísimo -y hasta un evento de dramáticas consecuencias- pedir pescado en algunos lugares, aunque estos ostenten el título de marisquería, seafood o cualquier tipificación similar. En mi humilde opinión, cocinar bien un pescado requiere pericia, sensibilidad y hasta un cierto toque de glamour cacherosidad por parte del cocinero en cuestión.

Y es que hay comidas que, aunque sean preparadas con poco o escaso conocimiento de lo que se hace, es poco probable que se conviertan en pedazo de !#$* incomible (ej: pollo a la plancha, pizza,  parrilla, entre otros). Sin embargo, el pescado no cae dentro de esta safety zone. Un minuto más de cocción y tendrás una vulgar lata de atún Eveba en tu plato.

Dicho esto, se hace cada vez más claro el punto de que comer un buen pescado no es empresa fácil. Si a esto le sumamos el tedio de ir siempre al mismo sitio, entonces entramos en una suerte de Laberinto del Fauno. La meta ya no es simplemente comer un pescado que se respete, la meta es comer un pescado que se respete y en un sitio al que no hayas ido nunca, jamás, never, ever.

Y así arranca esta historia, la cual se desarrolla en el recóndito C.C. Cumbres de Curumo, restaurant Fishman -me disculpan la ignorancia, pero para mi este lugar era algo como Narnia-. 3:00 p.m, hambre con calidad de desesperación, obstinada de dar vueltas por todas Caracas -pude haber llegado a la Gran Sabana con el kilometraje recorrido-, llegamos al sitio en cuestión.

Nos sentamos en la parte interna del local, esa que tiene A/A y en la que los mesoneros no pueden esquivarte, en una mesa con complejo de caja 3D que simulaba una de esas playas de Mochima con arena blanco-transparente, conchas de mar y esqueletos de estrellas.

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Nos atendieron como en muchos locales de esta ciudad, sin ganas y sin tiempo. Nada bueno ni malo que recordar sobre el servicio, igual de mediocre que cualquier otro. Sin embargo, en este país, eso es casi casi un buen servicio. En fin, nos entregaron un menú bien estructurado, con ingredientes interesantes y nombres llamativos.

Para no perder la costumbre y con esa necesidad de probar mucho en poco tiempo, pedimos una fosforera y una ensalada crispy crunchy currucucú capresa -no recuerdo bien el nombre- con mozzarella empanizada en queso parmesano. Desde esa ensalada yo no soy la misma, ni peso lo mismo, ni creo que exista capresa semejante. En este punto es importante sincerarnos: cualquier alimento empanizado con queso parmesano tiene altísimas probabilidades de convertirse en un hit. Aquí no había aceite de trufa, ni azafrán, ni ingredientes fancy, pero sin duda alguna me comería esa «ensalada» una y mil veces.

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Concluido el primer acto, pasamos a un salmón en salsa de vino, miel y ajoporro sobre cama de arroz Nishiki (?? ni idea que esto existía) y un churrasco de dorado en leche de coco y curry con maní y arroz al vapor. Baja el telón, sube el telón: barriguita llena, corazón exageradamente contento. Increíble la perfección en la cocción de ambos pescados, el balance de los sabores y la frescura de los ingredientes.

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Es arriesgado recomendar sitios en esta ciudad, caracterizada por servicios que padecen de bipolaridad y depresión crónica, pero si el esmero en la preparación y la calidad de los ingredientes se mantiene, este es un restaurante que vale la pena visitar.

De los sanduchitos de diablito al Teppan, una cuestión de años

Después de cierta edad, los cumpleaños se celebran de forma ‘distinta’. En este contexto, distinta = no hacemos lo mismo que hacíamos cuando teníamos 7 años.

No solo es que no hacemos lo mismo, es que no sentimos lo mismo y, para hacer la cuestión un poco más compleja, tampoco nos gusta hacer lo mismo.

A los 7, un buen cumpleaños se caracteriza por una piñata ‘con todos los juguetes’, un montón de amiguitos ‘billetuos’ que lleven regalos y mucha frescolita. Para nada importa la comida, si hay sanduchitos de mantequilla y diablitos está todo bien. El tema gastronómico queda relegado a un -número ordinal súper alto- plano.

Sin embargo, el grado de importancia de estos elementos comienza a invertirse de forma proporcional al número de años celebrados por el agasajado. En este sentido, a los sesenta y tantos de mi tía, lo importante era comer y beber ‘hasta que el cuerpecito aguante’.

Así es que, un conjunto de personas que cumplían con la propiedad ‘edad > 7’, entre ellas yo, nos fuimos a disfrutar del arte de comer y beber al Benihana (Hotel Eurobuilding), con la excusa de celebrar otro año más de mi querida tía.

Los pormenores del asunto no hay por qué ventilarlos a la luz pública, pero lo que si puedo contarles es que, a pesar de la LARGA espera por el show, la noche terminó con un suspiro de nombre ‘ganas de volver’

No es la primera vez que voy a disfrutar del Teppanyaki (aka Teppan) del Benihana, pero cada vez que voy quedo con la misma cara de niña idiotizada que admira el show de un mago. Aquí la idea es ir con varias personas y disfrutar del espectáculo.

El Benihana Trio es mi plato preferido pues incluye de todo un poco (pollo, carne y mariscos) y el Seafood Diablo es la combinación perfecta (mariscos con un toque picante). Según el mesonero, un Benihana Trio es ideal para una persona, pero pilas si son 4 personas pidan solo 3. Acompañen todo eso con el arroz especial y siéntense a degustar o, como hice yo, a tomar fotos.

De postre, el Banana Tempura no deja mal a nadie y el Volcán de Chocolate es como para lamer el plato, por aquello del heladito y la crema chantilly que lo acompañan.

Finalmente, si alguien está de cumpleaños en la mesa, los amigos del Benihana te toman una foto instantánea y te la entregan en un cursi marquito con el nombre del restaurant. La cosa no es nada del otro mundo, pero el gesto en ese momento se siente como si tu amiguito ‘billetuo’ de 7 años te hubiese regalado un pony.

Aquí les dejo el resultado de mi tarea, un set de fotos desde que el cocinero prendió la plancha hasta que la apagó.

De las dudas y los panes a la mantequilla y el Xenical. El D.O.C.umental

Mis fines de semana se han convertido en un juego parecido al “palito mantequillero”, la única diferencia radica en que, en vez de buscar un palo, busco un restaurant. En realidad, es más una búsqueda de nuevas opciones que la de un restaurant en particular. Por esta razón, leo Estampas todos los domingos, me suscribo a los RSS de cuanto blog de gastronomía existe y, de vez en cuando, entro en la página de Miro Popic y en guia-gourmet.com.

Hace poco entré en la página de Miro y encontré una noticia que anunciaba la apertura de un nuevo templo gastronómico. Me llamó la atención tanto la ubicación como el nombre. En el espacio donde se encontraba el recordado restaurant de comida Thai Samui (#sufroPorSuDesaparición) se encuentra D.O.C, la nueva iniciativa de Jean Paul Coupal (dueño de Arábica Coffee Company -para los simples mortales “El Arábica”-).

Su nombre son las siglas de “Denominación de Origen Controlado” palabras que, debo confesar, suenan a una cuenta de impactantes proporciones, es decir, de una catajarra de ceros. Por cierto, gracias a Dios que se quedaron con las siglas, porque de aquí a que termines de decir “epa, qué tal si vamos a comer a denominación de origen controlado”, moriste de hambre.

Pasé varias veces frente al restaurant, pero el mercadito de diseño en Atlantique y la gente tomando café Arábica, no me permitieron conseguir un puestico “medianamente decente”. Además, confieso que el temor de gastarme los ahorros de toda una vida me hacían buscar excusas.

No fue hasta que mi tía (una a la que le encanta comer en sitios nuevos y ricos) se presentó con la tarjeta del restaurant. Los cuentos de la comida eran “del más allá” e incluían anécdotas sobre un delicioso magret de pato, enormes hamburguesas, carne que se podía picar con el tenedor y un pan de sabor inexplicable.

Obviamente no lo pensé ni ¼ de vez. Inmediatamente llamé a reservar pues, según mi tía, el sitio es pequeño y se llena. Me atendieron con mucha amabilidad y después de una “jaladita de mecate” me anotaron para las 4:30pm. A las 4:15pm ya estaba en la puerta de DOC, lista para una velada prometedora.

Sumamente amable (cuando digo “sumamente”, agradezco que en su mente lo pongan en negritas, lo subrayen y le suban dos puntos al tamaño de la letra -no lo hago aquí por un tema de estética-) fuimos atendidos por una señora que nos hizo pasar, indicándonos que debíamos esperar 5 minuticos mientras acomodaban nuestra mesa. Aquello me dio la impresión de un servicio de esos que llamamos “inolvidables” e “impagables” (en este país es costumbre que esas variables sean proporcionales: a mayor “inolvidabilidad” mayor “impagabilidad”)

Mientras esperaba, admiré todo el local. Decoración sobria, muy agradable, con una mezcla de marrón oscuro en toques de madera y rojo en la tapicería de los muebles y asientos. Había una deliciosa barra de quesos (los quesos están exhibidos en una repisa, cual botellas de whisky en un bar -ojo, nada mal esto, más bien súper provocativo-) y una inmensa barra de tragos. Me encantó la iluminación, las lámparas y la distribución del espacio.

En fin, a los 5 minuticos nos hicieron pasar al “comedor” -en mi mente sonó una claqueta y la palabra “Acción”, entramos en escena-. Había una mezcla de complicidad y gloriosos olores. El centro del “comedor” estaba decorado por una rebanadora con un pedazo de jamón serrano, esperando su próximo corte. Nos trajeron la carta y ahí comenzó el proceso de salivación que te hace pedir platos sin orden ni control.

De entrada pedimos calamares a la plancha y una lechuga roquefort. Mientras esperábamos la entrada, hizo gala la famosa “cesta de pan”. No me pregunten de qué es el pan, sólo les voy a decir que deberían venderlo hasta en Farmatodo. El pan tenía forma de caracol, hueco en el centro, compuesto de una masa suave medio hojaldrada y con un exquisito sabor a mantequilla, medio dulzón. Sin que me quede nada por dentro –ni por fuera- es el mejor pan que he probado en mi #$& vida, el nirvana de la levadura.

Después de degustar -no tan detenidamente- y pelear por la última migaja de aquella delicia, llegaron nuestros platos de entrada. Los calamares a la plancha venían acompañados de pulpo, garbanzos, alcaparras, ajo y aceite de oliva. Buen sabor, pero fuerte, no apto para todos los paladares, sobre todo para los que no son fanáticos de las alcaparras. Pero, como yo si soy fanática de las alcaparras, me vacilé mi entrada desde el principio hasta el rechinar del tenedor con el plato.

La lechuga roquefort, aunque con buen sabor, fue un plato que tuvo problemas de urbanismo y arquitectura. La enorme lechuga se encontraba picada en dos en el centro del plato, a un lado el roquefort en dos gruesas lonjas y en la parte superior un tomate picado por la mitad, todo bañado por una ligera salsa roquefort. Había un problema conceptual, un error en la matriz: mezclar aquella “perfecta división de ingredientes” era una tarea tan titánica como carente de elegancia.

Escoger el plato principal fue una labor descomunalmente deliciosa que dio como resultado: un pescado del día envuelto en una costra de finas hierbas y tocineta, acompañado de espinacas a la crema, y una hamburguesa DOC con papas fritas. Esperamos un rato, tan a lo venezolano, que a mi estómago se le olvidó el pan y la entrada, pero que me permitió hacerme una imagen más clara del servicio, el cual no resultó ser tan sensacional.

Al cabo de un rato llegaron nuestros platos. La hamburguesa era una obra de arte digna de una fotografía de “Food Porn”. Una inmensa, imponente y jugosa carne, envuelta en dos exquisitas rebanadas de pan y rodeada de una montaña de doradas papas fritas perfectamente cortadas. Realmente se veía y estaba suculenta.

En cuanto al pescado, este fue el culpable de una buena “mentada de madre”. La ausencia de las finas hierbas y la tocineta, unido a la exagerada presencia de una espesa capa de mantequilla sobre mi hermoso mero, me dio dolor de pestañas. Reclamando “plato equivocado” se llevaron aquel mar amarillo translucido a la cocina y me trajeron de regreso el mismo mar pero con finas hierbas y tocineta. Debo admitir que, a pesar del mantequillero, el pescado estaba divino. Las espinacas a la crema eran la misma historia, divinas pero cargadas de “culpabilidad triglicérida”.

El servicio, apartando a la “sumamente” -con letras en negrita, subrayadas y con dos puntos más en el tamaño- amable señora de la entrada, lo sentí un tanto mediocre y novato, cargado de equivocaciones, ausencia de cubiertos y empujones de sillas para atender a la mesa de atrás. Los precios me parecieron acordes a la calidad de los ingredientes y el tamaño de las raciones, aunque ¡pilas! los acompañantes se cobran aparte y no forman parte del precio del plato principal.

Mis recomendaciones: estacionarse en Centro Plaza, pedir la degustación de quesos, no pelarse la cesta de pan, probar la hamburguesa DOC, reservar con tiempo y no tomar Xenical o Glucofage antes, durante o después de la comida.

doc

Este post fue escrito originalmente el 19 de diciembre de 2010, pero por motivos «ni tan ajenos a mi voluntad» fue terminado de editar hoy, 03 de abril de 2011.

D.O.C queda en la Av. Andres Bello, entre Av. Francisco de Miranda y 1a. trans., 1080 Caracas, Venezuela. Teléfono: +58 (212) 285-1003

Se busca pollo

Hace un tiempo publiqué un post sobre una comilona dantesca en la Embajada Americana. Quiénes lo leyeron recordarán que pedía a gritos un Orbitrek para expiar mis culpas. Así comenzó mi romance bipolar con el aparato en cuestión que, sin duda, es bastante eficiente. Aquellos que han tenido la oportunidad ¿desgracia? de montarse en uno, saben que 25 minutos continuos en semejante armatoste es un karma.

Sin embargo, la desagradable sensación del “caucho montado en la acera”, es decir, el salvavida de grasa que supera las fronteras del pantalón, en un intento de caída libre reprimido, me dio la fuerza necesaria para mantener una rutina diaria –lunes a jueves- de Orbitrek, sudor y reggaetón.

Por esta razón –y otras que no vienen al caso-, el viernes tiene un aire a gloria, a éxito, que debe ser recompensado y disfrutado de alguna manera. Se imaginarán que esta recompensa tiene forma, olor y sabor a rica cena –lamento decepcionar a aquellos que esperaban algo menos banal y mundano-. Desde la mañana, mi cerebro maquiavélicamente repasa cada restaurant, cada plato, cada recomendación.

A medida que transcurre el día, los platos que se pasean por mi poderosa imaginación “glotoniana” se van cargando de calorías, gramos de grasa y sodio. De un Special K con leche descremada, paso a un delicado Tiger Roll, para culminar en una jugosa hamburguesa de Tony Romas. En fin, el día se va llenando de expectativas.

Ayer (viernes) trabajé muy duro con mis expectativas, en parte alimentado por mi nuevo hobbie de postear fotos de comida en Tumblr (el arte de semejante tortura recibe el nombre de Food Porn). Sin darme cuenta, llegó el momento de «¿y a dónde vamos a comer?» Ésta es similar a la pregunta número 15 de ¿Quién quiere ser millonario? Responder de forma incorrecta trae como consecuencia: pérdida de dinero, frustración alimenticia, culpabilidad calórica y otra serie de “calenteras”.

En un derroche de memoria mezclado con creatividad, innovación y originalidad, recordé el asado de tira del Centro Uruguayo y me dije ¿preparada para un “buen tolete de carne”? La última vez que visité el Centro Uruguayo, era una adolescente universitaria medio emo. En aquella época, el Centro era un tugurio con una misión clara: permitir al cliente caerse a birras, en un galpón con excesiva iluminación y completa ausencia de música.

Sin embargo, en el ambiente se escuchaban comentarios sobre el cambio de concepto y la nueva estrategia: un sitio para comer buena carne. La nueva propuesta me llamaba la atención. Producto de su antigua categorización de “taguara”, me imaginaba platos camionero style, con un superávit de morcillas y chorizos que, al no caber en el plato, iban cayendo a los lados. Así como el camino de Hansel & Gretel pero hardcore. En fin, Centro Uruguayo fue la respuesta a la pregunta número 15.

El restaurant en cuestión se reconoce porque toda la luz que le falta a las calles de Los Chorros está concentrada ahí. Después de parar el carro siete cuadras arriba y a medida que me iba acercando a la puerta, empecé a cuestionar mi decisión. Era el mismo tugurio pero más refinado, es decir, cambiaron las cervezas por whisky, pero bajo el mismo galpón excesivamente iluminado y con completa ausencia de música.

Repetí la palabra “ánimo” tres veces, recé un credo, tres padre nuestro y me senté. Practicando las normas del “buen comensal”, empecé cual exorcista a “espiar” los platos de las mesas vecinas. La panorámica no estaba nada mal: mucha carne, morcillas y chorizos. Rápidamente nos entregaron el menú y una sonrisa me empezó a iluminar el rostro. Mi estómago reclamaba a gritos compañía. Había hambre.

El menú tenía fotos de cada uno de los platos. Me llamó la atención el Pollo Pamplona, un plato con las siguientes características: pechuga de pollo rellena de mozzarella y tocineta. La foto era digna de escanearla y subirla a mi Tumblr. Al pedido se unió un asado de tira de carne de cerdo, yuca frita y ensalada mixta.

Sin darme cuenta la comida llegó a la mesa. La frase “coitus interruptus” debería ponerlos en contexto. Me giré para buscar la cámara de Qué Locura. Mi asombro dio paso a una brutal “arrechera”. ¿Se puede saber en dónde escondieron el pollo de la foto? Luego, la “arrechera” se transformó en una mezcla de asco con repulsión. Mi premio por tanto Orbitrek era una lonja de jamón de arepera, una tocineta a medio freír y una delgada capa de ¿mozzarella?, todo esto envuelto en una blanquecina y grasienta combinación de piel de pollo.

Con miedo, pinché con el tenedor el rollo de pellejo. Las hendiduras que dejó el pinchazo, sólo sirvieron de vía de escape para todo el aceite que se encontraba comprimido en su interior. Decidida a descubrir hasta donde podía llegar todo aquello, comencé a quitarle la piel y los cartílagos al pollo. Estuve alrededor de 5 minutos en un procedimiento al que, en la carnicería, le llaman: “limpiar el pollo”. Culminado el proceso de “despellejamiento”, la pregunta “¿dónde está el pollo?” se mantenía sin respuesta.

Comencé a voltear desesperadamente en busca de alimento. Me encontré con una cama de lechuga decorada con aguacate y un galón de colesterol en forma de asado de tira. Confieso que estuve a dos minutos del llanto. Cargada con toda la rabia del planeta y sus alrededores, pedí la cuenta. Este gesto de mi parte fue digno de reconocimiento ¿quién en su sano juicio pide que le cobren por las sobras del pollo?

Algunos dirán: “nada más a esta jeva se le ocurre pedir un plato así en el Centro Uruguayo…”. Es posible, quizás me equivoqué de plato. En ese caso, mi recomendación para el restaurant “La Carreta” (ese es el nombre real) es que quiten semejante desgracia culinaria tapa arterias del menú. Pero, si ese es el común denominador de su comida, lo único que puedo decir es: “querido comensal, vaya a su propio riesgo de sufrir una sobredosis de colesterol”

De resto, todo bien, el servicio rápido y los precios “relativamente” solidarios. Del 1 al 5, 0. Y es que yo no voy a un restaurant, independientemente de si parece una taguara o no, a que me cobren por quitarle el pellejo a un pollo inexistente.

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Una guayaba demasiado verde

Siempre me han dado “mala espina” los restaurantes sin comensales. En particular, me da pavor cuando, aunado a la ausencia de clientes, el restaurant cuenta con una decoración minimalista y bien cuidada,  me da la impresión de que son excelentes diseñadores de interiores pero que de comida no saben mucho. Sin embargo, debido a numerosas recomendaciones, me fui a La Guayaba Verde.

El “peladero de chivo” era tal, que pensamos que el restaurant estaba cerrado. Las luces y la sombra de una mesonera fueron una señal –definitivamente no enviada por Dios- para estacionar el carro. La noche comenzó mal desde ese momento, debido a que el estacionamiento cierra el fin de semana. Un guardia de seguridad apareció entre los árboles, indicándonos que nos estacionáramos en uno de esos sitios en los que, si un fiscal aparece, te saca con grúa.

Hice a un lado todo lo que aprendí leyendo Ética para Amador y me estacioné en el lugar prohibido. Caminé una cuadra invadida de “tukkys” y me adentré en la planta baja del edificio, donde se encuentra el restaurant. Al cruzar la puerta mi corazón comenzó a latir… No había ni un alma –ni siquiera una de las que están en pena- Hice caso omiso de las señales divinas y me senté, rodeada de una decoración muy cuidada, con predominio del color verde y excelentes cuadros.

Inmediatamente se acercó una mesonera, nos preguntó si queríamos tomar algo y nos entregó el menú. Éste contaba con entradas calientes y frías, ensaladas, sopas, aves, pescados y carnes. Decidimos compartir una ensalada de plumitas (pasta corta, tapiramo, tomate confitado, cebolla, queso de cabra, calabacín y albahaca). Como plato principal pedimos Curvina con pira (filete de curvina sobre berenjena asada, tomate, auyama y hojuelas de ocumo) y albóndigas de cazón, acompañadas con yuca frita y ensaladilla de repollo morado, tomate y limón.

Minutos más tarde, frente a nosotros estaba un platico de sopa con 7 plumitas sobre una cama de frijoles, 3 rodajas de calabacín y un tímido topping de queso de cabra con ralladura de albahaca. La presentación del plato decía tan poco como su sabor. Aquello no sabía ni bien, ni mal, sencillamente no sabía a nada. Era como la terrible canción “es un merengue sin letra”.

Junto a la ensalada llegó la cesta de pan con mantequilla. Debo admitir que la mantequilla preparada y el pan súper fresco estaban deliciosos. Decepcionada de la ensalada, esperé con cierto temor el plato principal. Aunque dentro de mí, todavía había una pequeña “llama de esperanza”. No estoy muy segura si lo que llegó a la mesa fue el plato principal o el extinguidor más potente de la tierra y sus alrededores, porque de la “llama de esperanza” no quedó ni el humito.

La falta de color de mi filete de curvina, la poca cantidad de comida y la ausencia de las berenjenas, casi me sacaron un par de lágrimas. Para ponerlos en sintonía voy a describir un poco el plato: un filete de curvina de color gris pálido, rebosado (creo), sin sabor, olor, ni perro que le ladre, sobre una sopa de auyama y cebolla –ahh y dos tiras de berenjena- con unas hostias de ocumo que fueron crujientes hasta que se hundieron en la sopa de auyama.

Para completar la frustración, las albóndigas de cazón tenían la textura de la comida recalentada en microondas (chiclosa) y las yuquitas fritas estaban más secas que El Ávila en época de sequía. Sin embargo, la ensalada de repollo tenía un aderezo fabuloso. ¡Qué desilusión! Me habían recomendado tanto el restaurant que me daba pena escribir este post. Pero bueno, como podrán observar, ya saben en donde metí la pena.

A pesar del buen servicio y el agradable ambiente, yo voy a un restaurant a comer sabroso y, para comerme un rico pan con mantequilla, existen opciones muchísimo más económicas. Uno debe ser fiel a sus instintos y definitivamente, no me gustan los restaurantes sin comensales. A mí parecer, a esta guayaba le falta madurar… Demasiado verde (sin querer ofender a los “eco friendly”)

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